Por Ricardo Rocha
Para la 4T, el de las redes sociales no es un asunto de análisis sino un golpe en el tablero, tumbando todas las piezas en juego. No se trata de una genuina preocupación sobre los efectos psicosociales que su uso indiscriminado pueda tener sobre los individuos en lo particular y la población en general. Si así fuere, lo lógico es que se hubiera hecho una convocatoria para que expertos en la materia, legisladores y funcionarios intentasen un balance científico y sensato sobre los beneficios y perjuicios que Twitter, Facebook, Instagram y otros gigantes informáticos han provocado entre los mexicanos. Es en cambio una decisión unipersonal del presidente López Obrador quien, como ha ocurrido en otros muchos momentos de su vida, arroja al bote de la basura aquello que le fue muy valioso en su momento, pero que ahora él siente que ya no le funciona o le beneficia. Cómo olvidar sus halagos a las “benditas redes sociales” que ahora, de pronto, se han vuelto saboteadoras y hasta enemigas de su proyecto de país.
A ver: la furibunda reacción contra Twitter, porque sus huestes descubrieron que uno de sus directivos había trabajado para el PAN —como si eso fuera un delito de traición a la patria— fue absolutamente desproporcionada. Lo que ha ocurrido simplemente es que su estrategia de miles de granjas de bots amloístas ha fracasado rotundamente al verse rebasada por un número creciente de voces opositoras a los actos y actitudes del actual gobierno. El ejemplo más reciente es el de hace unos días, con el mensaje presidencial del restablecimiento por coronavirus que, si bien desató los elogios fanáticos, también generó mensajes iracundos de quienes vieron un recorrido fastuoso por Palacio Nacional de alguien que está siendo atendido por un ejército de médicos, mientras que hay miles que pelean por un lugar en un hospital o tan siquiera un tanque de oxígeno. Igual ha ocurrido con el fracaso estrepitoso de sus medios públicos que no han hecho nada por posicionar el mensaje de la 4T, dada su nula penetración —o rating— en la opinión pública, debido a la carencia de una condición fundamental: la credibilidad, que por ahora poseen los medios críticos que, a decir de su suplente en la mañanera, son los verdaderamente “importantes”.
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Que quede claro: el debate sobre las redes y sus efectos es hoy un imperativo histórico. Los propios creadores de aplicaciones y plataformas que han influenciado nuestras vidas lo admiten en un documental imperdible en estos tiempos: The Social Dilema, difundido en las propias redes y Netflix como “El dilema de las redes sociales”; dramático, entre otros, el testimonio del inventor del “like” que confiesa que su intención fue un divertimento de aceptación, pero que jamás imaginó que muchas jóvenes se suicidarían por la falta de esos “likes”.
Por supuesto que hay que entrarle al debate: las redes confrontadas con los gobiernos; la lentitud de la aplicación de las leyes, frente a la velocidad e instantaneidad de los mensajes; la naturaleza de la libertad de expresión entre emisores y receptores; la responsabilidad, límites y alcances de los gobiernos; sí, pero también las campañas de odio de chairos contra fifís, que debieran incluirse en un diálogo serio.
Por desgracia, la premura de la iniciativa presidencial —vía el Senado moreno— para restringir las redes, huele más a represión autoritaria y está bajo sospecha en tiempos de urgencias pandémicas y electorales; aunque la lógica del aplastamiento indica que es cuestión de trámite.
En cualquier caso, habría que debatir con el cerebro y no con el estómago.
Periodista. ddn_rocha@hotmail.com